El lunes, 25 de enero de 1999, a la 1:19 de la tarde, Armenia se convirtió en el epicentro de una tragedia que partió su historia en dos. Un terremoto de magnitud 6,2 sacudió sus cimientos y dejó un panorama desolador: cientos de muertos, heridos y desaparecidos marcaron para siempre la memoria de quienes vivieron ese fatídico día.
Entre las víctimas estaba ‘Ana’, así la llamaremos. Tenía apenas 17 años y su vida se apagó mientras se bañaba, preparándose para asistir a sus clases. Vivía en el barrio Los Álamos, en un segundo piso, y cuando la tierra comenzó a estremecerse con una fuerza inusitada, su hogar colapsó. Los escombros la arrastraron y sepultaron parte de su historia en el patio de la casa de Lucy, su vecina de abajo.
“La niña ese día se nos fue casi de inmediato. Verla en mi patio fue aterrador: golpeada, sin ser capaz de levantarla, no había cómo. Los escombros estaban sobre ella, con sus ojitos cerrados. No éramos capaces de sacarla, y pedir ayuda era imposible. Todo era caos. Se escuchaba la gente en la calle gritando, pidiendo auxilio, y el sonido de las sirenas era abrumador. Eso era lo que más se escuchaba, junto con el llanto y la desesperación. La ansiedad era incontrolable”, relató Lucy a QUINDÍO NOTICIAS.
La devastación fue inmediata. La ciudad, antes bulliciosa y llena de vida, quedó sumida en el polvo y el silencio interrumpido por los gritos de quienes buscaban a sus seres queridos. Fueron horas, incluso días, de angustia. Los equipos de rescate, junto con vecinos y voluntarios, trabajaron sin descanso para encontrar sobrevivientes bajo los escombros. En muchos casos, como el de Ana, la esperanza se desvaneció con el paso de las horas.
El terremoto dejó más de 1.100 muertos, 6.000 heridos y 600 desaparecidos en Armenia y el Eje Cafetero. Fue un golpe demoledor para la región, pero también una lección de fortaleza y solidaridad.
A 26 años del terremoto, las historias de aquel día permanecen vivas en la memoria colectiva. Relatos como el de Ana nos recuerdan la fragilidad de la vida, pero también la capacidad de los quindianos para levantarse y reconstruir, no solo sus hogares, sino también sus corazones.
Hoy, Armenia sigue de pie, pero no olvida. Porque aunque el terremoto destruyó estructuras, también dejó un legado de resiliencia y unión que, como las cicatrices del pasado, se llevan con orgullo y aprendizaje.