Sobre todo en diciembre, Colombia parece ser el mismo país de siempre. Las luces navideñas en las calles y casas, la música con los éxitos de antaño, el tráfico infernal, los añoviejos al lado de las carreteras, dan la impresión de que las cosas no han cambiado en un lugar donde, por cuenta del calendario, hay más tiempo para celebraciones, risas, amigos y familia.
(Vea: Qué les falta a Colombia y A. Latina para que el nivel de vida de sus habitantes mejore).
Una mirada más profunda, sin embargo, muestra otra realidad. Así la superficie se vea igual, el país viene experimentando cambios profundos que se han ahondado en los últimos meses, algunos de ellos irreversibles.
Para ponerlo en una frase, hay en marcha un proceso de demolición de varias estructuras clave, que incluye temas cruciales como salud, educación, pensiones y seguridad energética. Este avanza de manera dispar y se enmarca en un objetivo general de cerrarle espacios al sector privado.
El origen de tales aproximaciones es, sin duda, ideológico. Como lo ha expresado en infinidad de ocasiones, Gustavo Petro considera que ciertos servicios o labores esenciales deben ser de carácter estatal.
Aparte de opinar que el ánimo de lucro raya en lo inmoral, el mandatario promueve una visión utópica en la cual se combina lo público con el accionar de organizaciones de base como las Juntas de Acción Comunal. Además, deja en claro que su legado incluye hacer lo que sea necesario para contener la amenaza del calentamiento global.
Observadores como Alejandro Gaviria sostienen que se viene aplicando la teoría general del “chu-chu-chu”, la expresión que usó el actual inquilino de la Casa de Nariño para describir cómo las EPS caerían de manera similar a las piezas del dominó. El exministro afirma que la intención es generar crisis explícitas en distintas áreas donde hay tensión, haciendo uso del “aceleracionismo”. Este consiste en meterle velocidad al derrumbe de lo que se considera inevitable, “para así aumentar las tensiones sociales y aclimatar la revolución”.
Durante un largo tiempo, los analistas consideraron que tales planteamientos tenían un carácter más retórico que concreto. El motivo no solo eran los desvaríos oratorios del Presidente de la República, sino la incapacidad de un Ejecutivo disfuncional a la hora de convertir las promesas en realidades. Tanto las divisiones internas como la inexperiencia de muchos funcionarios llevaron a muchos a creer que, como dice el refrán, “perro que ladra, no muerde”.
(Vea: Nuevas dudas sobre Colombia: las alertas fiscales y económicas que se lanzaron).
Sin embargo, al finalizar 2024 ya se puede hablar de transformaciones importantes. Todas seguirán su curso en los 20 meses que faltan para que termine el actual periodo presidencial y afectarán de manera notoria la vida de los ciudadanos.
De mal en peor
Que la salud lleva años enferma en Colombia es algo que no tiene discusión. Las decisiones de la Corte Constitucional en el sentido de igualar los beneficios entre el régimen contributivo y el subsidiado, los errores gubernamentales y los excesos de varios actores privados -que incluyeron escándalos de corrupción- llevaron al sector a experimentar crisis recurrentes en las últimas décadas.
Aun así, el sistema basado en el modelo de aseguramiento llegó a ser considerado como un referente internacional. Tanto su amplia cobertura como el bajo gasto de bolsillo por parte de los hogares se tradujo en una población más sana, con acceso a especialistas, tratamientos y medicinas.
Lo anterior no quiere decir que el esquema funcionara a la perfección. Aparte de que en las zonas más apartadas la atención resultara insuficiente, los desequilibrios financieros se volvieron cada vez más notorios. La pandemia, durante la cual nunca hubo escasez de camas ni de unidades de cuidado intensivo, acabó generando más desequilibrios.
Pero lejos de tomar correctivos, la llegada del Pacto Histórico al poder vino con la promesa de una aproximación diferente. El énfasis en la prevención y el fortalecimiento de los eslabones de carácter público se concretaron en un proyecto de ley que acabaría naufragando en el Congreso. Hoy, una iniciativa similar en espíritu hace tránsito en el Capitolio.
(Vea: Pronósticos de Ocde para Colombia: el PIB del país sería de 1,8% en 2024 y 2,7% en 2025).
En el intermedio, la nueva visión comenzó a aplicarse por la puerta de atrás. Por un lado, la asfixia financiera se convirtió en estrangulamiento debido a la demora en los giros y la fijación de una prima insuficiente, al tiempo que los indicadores de siniestralidad aumentaron como resultado de una mayor demanda de procedimientos. Del otro, vino una seguidilla de intervenciones por parte de la Superintendencia del ramo, con lo cual hay ocho EPS bajo control oficial que suman casi 30 millones de usuarios.
Nada de lo hecho ha mejorado la situación. Al cierre de septiembre, el patrimonio agregado de estas entidades era negativo en 7,1 billones de pesos, sin contar a la Nueva EPS, la más grande de todas.
Para colmo de males, los escándalos han rodeado la labor de los interventores designados, de los cuales ya salió la primera tanda. Los datos disponibles revelan, además, que la cartera atrasada viene en franco aumento y que numerosas entidades registran demoras en el pago de nóminas al personal médico debido a la falta de fondos.
En cuanto al público, las protestas son numerosas. Las estadísticas de la propia Superintendencia de Salud muestran que la suma de peticiones, quejas y reclamos en octubre fue cercana a los 190.000, casi el doble del mismo mes de 2022. No es de extrañar, entonces, que las tutelas apunten a cerrar en un máximo histórico de más de 250.000 anuales este diciembre.
(Vea: Contralor propone una reforma tributaria estructural y no fiscalista: cómo funcionaría).
Volver atrás, dicen los que saben, resulta imposible, pues no hay dinero ni voluntad de hacerlo. Eso quiere decir que el sistema está en un limbo, mientras el círculo vicioso de cuentas sin pagar y eventuales quiebras prosigue. Más tarde que temprano, ello se traducirá en un deterioro de los indicadores sanitarios y en alzas en la mortalidad, junto con la necesidad de gastar más por parte de las familias.
Obviamente, nada de eso derivará en bienestar general, aunque el objetivo de cerrarles el espacio a los operadores privados se habrá cumplido. Tal como se plantean las cosas en la actualidad, habrá un sistema primordialmente público, cuyos costos reales se desconocen y que deberá funcionar en un contexto crónico de estrechez de recursos.
El resultado contrario
Guardadas proporciones, amenazas similares se ciernen sobre la educación superior privada. Fuera de que al inicio del gobierno Petro se tomó la decisión de terminar con programas de fomento a la demanda, como Generación E, una serie de leyes y reglamentaciones han derivado en que el número de cupos disponibles tienda a reducirse.
Suena irónico, pero determinaciones como la gratuidad universal en la matrícula para los programas de pregrado en las instituciones públicas apuntan a ser regresivas. La razón es que los aspirantes mejor calificados -usualmente provenientes de hogares con un ingreso relativo elevado- acabarán ingresando, a costa de aquellos de zonas vulnerables en donde la calidad de la enseñanza usualmente es menor.
Por otro lado, la reducción del presupuesto del Icetex derivará en una disminución de la población estudiantil. Con el panorama actual, unos 63.000 primíparos se verían afectados el semestre que viene, pues de no obtener fuentes alternativas de recursos estarían obligados a renunciar al sueño de una carrera. Ese número, por cierto, supera los 50.000 estudiantes con los que cuenta la Universidad Nacional.
Tales cuentas no tienen presente los 184.000 alumnos que reciben un subsidio en su tasa de interés o los 114.000 a los cuales se les gira una suma de sostenimiento. Cualquier recorte implicará una mayor deserción escolar y aumentará la probabilidad de que se cierren universidades que dejarán de ser viables. Cuando menos, lograr la acreditación de alta calidad se volverá más desafiante, si la cantidad de estudiantes en un programa determinado disminuye.
Otras determinaciones de orden similar apuntan en la dirección de desestimular la presencia de las universidades privadas. Aparte de alterar el equilibrio de un régimen mixto que funciona, el lío es que los cupos que desaparezcan no se verán reflejados en una mayor oferta de las instituciones públicas. En otras palabras, la política no es de adición, sino de sustracción.
(Vea: Riesgos que JP Morgan ve en Colombia y por los que Petro lo señaló de acorralar al país).
Y para completar la lista en el plano social, hay que recordar el cambio en el modelo pensional, que en la práctica concentra la mayoría de los aportes en Colpensiones. A pesar de las advertencias en el sentido de que el régimen de prima media es insostenible y que el pasivo a cargo del Estado es sustancialmente mayor bajo el nuevo escenario, primó la voluntad de marchitar el modelo de ahorro individual administrado por los fondos privados.
Incluso los cálculos oficiales reconocen que no habrá aumentos en cobertura para quienes lleguen a la edad de jubilación. Aparte de que el proyecto de reforma laboral puede aumentar la informalidad, el lastre sobre el presupuesto nacional será de tal magnitud que las generaciones futuras no lo podrán soportar.
Sin luz en el túnel
Al respecto, no faltará quien diga que esa crisis se demorará varias décadas en llegar. No ocurre así con los nubarrones que se ciernen sobre el sector energético, cada vez más amenazado.
Desde el segmento de la generación de energía, la reciente temporada de lluvias no puede interpretarse como un parte de tranquilidad, así haya elevado el nivel de los embalses. El motivo es que el margen entre oferta y demanda es tan estrecho que cualquier imprevisto -un daño en una planta, una sequía prolongada- obligaría a un racionamiento.
Para colmo de males, hay un inmenso desbarajuste interno en el sector. La situación de Air-e, que atiende a más de un millón de usuarios en la Costa Atlántica, es muy difícil y ha derivado en pérdidas para otros eslabones de la cadena. A ello se añade el no pago de subsidios por parte del Ejecutivo y la recuperación de la opción tarifaria, todavía en veremos.
(Vea: La economía colombiana estaría en nueva fase de crecimiento, afirman desde Asobancaria).
Lejos de calmar las aguas, el Gobierno se ha inclinado por tratar de meterle la mano a las tarifas, como la reciente intervención en los precios de la bolsa en donde se transan los kilovatios excedentes. Ello vuelve hostil el clima de inversión, justo cuando resulta indispensable expandir la capacidad instalada. A este paso, la pregunta no es si vendrá un apagón, sino cuándo sucederá.
Y hablando de déficit, no se puede pasar por alto el hecho de que Colombia perdió hace unos días la autosuficiencia en materia de gas. Para el año que viene se calcula que el 7 % de las necesidades internas -sin contar lo que se trae para las plantas térmicas- habrá que importarlo a un valor que puede llegar a ser entre cuatro y cinco veces el de las moléculas de origen nacional.
Tampoco son fáciles las cosas para la actividad petrolera, cuya producción en octubre fue de 764.503 barriles diarios, un declive inquietante. Las perspectivas son oscuras, debido a la caída en la actividad exploratoria, con lo cual será muy difícil reemplazar el crudo que se extrae.
Según un reporte de Campetrol, el número más reciente de taladros en operación en el territorio nacional es de 103, 52 menos que en noviembre de 2022. En el renglón de perforación de nuevos pozos, la cuenta fue de 24 taladros, 31 % por debajo del dato de un año atrás.
Otras señales, como el anuncio hecho por la española Repsol de vender sus activos en Colombia, confirman que dejamos de ser un lugar atractivo para las grandes multinacionales del ramo. Esa salida coincide con un debilitamiento de Ecopetrol, golpeada por numerosos escándalos, un escenario de precios internacionales desafiante, interferencias de la Casa de Nariño y decisiones cuestionables.
Semejante declinación le puede parecer buena a un Gustavo Petro empeñado en cerrarles la puerta a los combustibles fósiles. El problema es que dicha aproximación no influirá sobre el consumo interno, ni mucho menos sobre la demanda global.
De hecho, en el peor escenario, el país se verá obligado a importar parte de sus necesidades de hidrocarburos y se quedará sin su principal fuente de recursos públicos. Una vez más, los grandes sacrificados serán los colombianos, quienes estarán abocados a un empobrecimiento colectivo por cuenta de una enorme destrucción de valor.
(Vea: ¿Para dónde va la economía colombiana? 10 claves para entender su rumbo).
La razón es que la política de crear crisis explícitas en salud, educación superior, pensiones o seguridad energética no viene acompañada de ninguna alternativa viable. Más allá de los anuncios grandilocuentes, este gobierno tiene muy poco para mostrar en términos de realizaciones, con lo cual el peligro es que deje ruinas y estructuras a punto de caerse, en medio de una debacle fiscal sin paralelos en más de un siglo.
De ese tamaño son los riesgos que se magnificaron a lo largo de 2024. Por eso hay que subir la guardia para que la estrategia del “aceleracionismo” no signifique acercarse de forma irremediable al despeñadero.
RICARDO ÁVILA
Especial para EL TIEMPO
En X: @ravilapinto