En el corazón de Mahates, un pequeño municipio del norte de Bolívar donde las calles parecen respirar historias de lucha y supervivencia, y las tradiciones se entrelazan con la lucha diaria, Rosaícela Torres Suárez, emerge como un símbolo de superación. Su vida, marcada por la ausencia y el sacrificio, encuentra en el arte y el servicio a los demás un propósito que trasciende las barreras del tiempo y las circunstancias.
A sus 21 años, recuerda un momento que cambió su vida para siempre. Fue una tarde sofocante cuando su padre, Henry, acosado por deudas de juego, huyó despavoridamente. La escena, vista desde el rincón de su humilde hogar, quedó grabada en su memoria cuando apenas tenía seis años. «Lo vi correr detrás del cementerio. Mamá intentó cubrirnos los ojos, pero esa imagen quedó clavada en mi corazón», relata.
Desde entonces, su madre, Yusmiris, quien hoy trabaja en un convento cuidando enfermos, asumió con valentía la crianza de ella y sus dos hermanos, enfrentándose no solo a la pobreza, sino al rechazo de quienes deberían haber extendido una mano amiga.
La supervivencia era una prueba diaria. Hubo días en los que una olla vacía era el único panorama, y noches en las que el amor y las historias de su madre eran el alimento emocional. No tenían ni donde dormir, pero la ayuda llegó de forma inesperada: una desconocida del corregimiento de Evitar les ofreció refugio y un caldero de arroz con pollo que, para ella, simbolizó la bondad en su forma más pura. “Esa noche entendí que, incluso en medio de la adversidad, siempre hay ángeles en la tierra”, dice con gratitud.
Desde pequeña, Rosaícela encontraba consuelo en los colores y el papel. Dibujar no solo era su escape, sino también un canal para expresar emociones que las palabras no podían capturar. Retrataba el mundo que soñaba, lleno de esperanza y justicia. Su talento pronto se convirtió en un medio de subsistencia, hacía retratos para apoyar a su familia.
Los días oscuros de la pandemia de Covid-19 trajeron nuevos desafíos. Con el mundo encerrado y el temor apoderándose de las familias, su padre ya recuperado se convirtió en un símbolo de coraje. A pesar de las restricciones, viajaba a Cartagena de Indias o realizaba carreras en motocicleta para mantener a su familia, aun sabiendo que el virus era una amenaza constante. “Él no se detenía. Arriesgaba su salud por nosotros”, recuerda Rosaícela, profundamente marcada por ese sacrificio.
Desde la infancia, su madre alimentó su pasión por el arte. Siempre llevaba consigo lápices y crayolas para su hija, entendiendo que el dibujo era su refugio emocional. «Mi mamá dice que desde que vio lo que hacía con los colores nunca dejó de comprármelos. Sabía que era algo que me hacía feliz», cuenta con una sonrisa.
Su vida es una mezcla de trazos y palabras. Cada dibujo cuenta una historia; cada composición, una emoción. Su talento no solo es admirado por quienes la rodean, sino que también se ha convertido en un ejemplo de que, incluso en medio del dolor, siempre hay una forma de expresarse y encontrar luz.
Durante su adolescencia, el arte se convirtió también en una fuente de ingresos. Vendía retratos, y fue entonces cuando conoció a miembros de la Policía Nacional. Dibujar a los familiares de los uniformados y recibir gratificaciones sembró en ella un profundo respeto por la Institución.
Gracias al apoyo de una docente, logró ingresar a la Escuela de Bellas Artes, pero las dificultades no tardaron en aparecer. Desde un atraco en el barrio Olaya Herrera hasta problemas de convivencia como pensionada, los obstáculos fueron constantes. En un acto de valentía, Rosaícela retrató a los ladrones que la asaltaron y presentó los dibujos a la policía, ayudando a identificarlos. Sin embargo, las tensiones y preocupaciones familiares la llevaron a abandonar los estudios y regresar a casa.
Su admiración por la Policía Nacional no se apagó. En un momento de tensión familiar, decidió acudir a la estación de policía de Mahates para preguntar sobre las convocatorias. De manera providencial, las pruebas se realizarían al día siguiente en San Juan Nepomuceno. Con una fe inquebrantable, oró antes de enfrentarse al proceso. “Dios mío, si esto es bueno para mí, permite que pase; si no, no”, recuerda. La alegría fue inmensa al recibir la noticia de que había ingresado a la institución. Enfrentó retos que pusieron a prueba su resistencia física y emocional. Madrugadas frías, ejercicios extenuantes y el constante rigor de sus instructores forjaron su carácter.
Una noche especial quedó grabada en su memoria. Exhausta después de un día de entrenamiento, los subintendentes Padilla y Pineda se acercaron al grupo con una canción cristiana. «Sentimos como si el cielo se abriera. Lloramos, pero no de debilidad, sino de una fuerza renovada que nos unió como equipo», recuerda emocionada.
En medio de esos desafíos, encontró en el arte una constante. Su lápiz, siempre a la mano, era su herramienta más poderosa. Sus dibujos, plasmados con amor y dedicación, se han convertido en símbolos de esperanza para su comunidad.
Hoy, lleva con orgullo el uniforme de auxiliar de policía y señala que lo que inició como una prueba de resistencia física terminó siendo una transformación total. Rosaícela es ahora una mujer con un propósito claro y una historia de esfuerzo que inspira. «Doy gracias a Dios por cada lágrima, cada insulto y cada enseñanza. Todo eso me hizo más fuerte y me preparó para enfrentar el mundo con fe y esperanza».
En Mahates, donde las cicatrices del pasado aún son visibles, sigue trazando su destino con valentía. Su historia es un ejemplo de que la adversidad puede ser un lienzo en blanco, y que con fe, esfuerzo y bondad, es posible llenarlo de colores vibrantes.
“El dibujo es mi forma de escapar de la realidad, de expresar todo lo que llevo dentro”, explica. Cuando la tristeza o la ira la sobrecogen, toma un lápiz y crea mundos que reflejan su alma. «Los colores siempre han estado conmigo. Me han ayudado a entender que, aunque la vida sea difícil, siempre se puede crear algo hermoso».
Rosaícela Torres Suárez es más que un nombre; es la prueba viviente de que, incluso en las noches más oscuras, el arte y la resiliencia pueden encender una luz que guíe hacia el amanecer.