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Autor: Luis Carlos Cepeda Villar Foto: Edgar Guajo
En clase de procesal administrativo, hablando sobre el derecho de petición y las formas para hacer uso de este, el profesor le preguntó a Zulay, una chica bajita, morena de ojos indios, que de donde era.
— De Inírida, respondió ella.
— ¿Y allá cómo se comunican? ¿A través de señales humo?, replico en tono burlesco el profesor.
Aparte de saber que era un departamento, y de recordar ocasionalmente su capital, mi desconocimiento sobre Guainía era absoluto.
Gracias a Zulay, me enteraría de que Guainía, ese rincón oriental ubicado en la región amazónica, cuenta con gran presencia de población indígena en su territorio. Inírida, su capital, está bordeada por el río de nombre homónimo, y para llegar a ella, por lo menos desde Bogotá, la opción más viable y menos desgastante es en avioneta.
Además de limitar con los departamentos de Vichada, Guaviare y Vaupés (norte y occidente), Guainía limita al oriente y al sur con Venezuela y Brasil. Esta circunstancia ha hecho que muchos de los residentes del departamento posean doble nacionalidad, sobre todo venezolana.
Al indagar un poco más sobre Inírida, Zulay me contó que muchas de sus calles aún están sin pavimentar. La entrada de mercancías o productos perecederos se hace principalmente por río o aviones de carga.
— Allá comerse una manzana o un Bon Yurt es de ricos, comentaba Zulay entre risas.
La moto es el vehículo favorito para movilizarse dentro del municipio. La señal de telefonía e internet es malísima, y la corrupción de los gobiernos de turno mantiene estancada a la capital.
Su relato me hizo caer en cuenta cuan similar es Inírida a otros municipios alejados de las grandes urbes del país. Poca presencia institucional, desarrollo económico precario, acceso limitado a servicios públicos y un sinfín de carencias. Trayendo a colación la icónica frase de León Tolstoi: «Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera».
Pero lejos de ser un reflejo del olvido estatal, Inírida es sinónimo de historias. De historias maravillosas, donde confluye el amor entre la naturaleza y el hombre.
En medio de la curiosidad por este lugar desconocido para mí, mi compañera de clase me reveló una de las leyendas más tradicionales de la región: la leyenda de la flor de Inírida. Según la narrativa indígena de los Puinave, Inírida, o espejito de sol, como ellos la llaman, era una princesa muy hermosa que estaba enamorada profundamente de los cerros Mavicure. Por su belleza, era pretendida por muchos, pero ella, cegada por su amor a la naturaleza, a todos los rechazaba.
Sin embargo, el malvado príncipe Yoy, ofendido por la negativa de la princesa, decidió preparar pusana (menjurje del amor) y enamorarla en contra de su voluntad. Pero al príncipe se le fue la mano en el brebaje, y en vez de conseguir el amor eterno e incondicional de la princesa, la hizo entrar en la región sin retorno de la locura.
Inírida, desesperada y perdida, buscó refugio en el monte. Allí, los cerros Mavicure, conmovidos por su dolor, decidieron alojarla entre sus entrañas para que nadie jamás nunca pudiese encontrarla. Y ahí permaneció para siempre.
Tiempo después, la princesa fue convertida por los cerros en una excelsa flor: La flor de Inírida.
Tras el desafortunado comentario del profesor de procesal administrativo, me enteré de la invaluable riqueza narrativa del Guainía, e hice una buena amiga.
*Colaboración con: Fundación Cultural Llano Adentro
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