La última vez que vi a Pablo era un muchacho asustado, con el cabello a ras, vestido con un pantalón y una camisa manga larga prestada, y tenía una venda ensangrentada en la pierna derecha que le tapaba una herida de una esquirla de granada.
Tenía 20 años. Parecía un niño, pero ya era un soldado. Había sido reclutado en Bogotá, donde había nacido, y enviado mese antes a Miraflores, un pueblo perdido en la selva del Guaviare, rodeado de plantíos de coca.
Ese día Pablo digería…