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Cristina Rodríguez es una mujer venezolana que tiene ocho hijos. Un operativo del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar al inicio de la pandemia, le permitió asegurar el estudio para los menores, desde entonces hay un acompañamiento para sus hijos.
Cristina Rodríguez, llegó a Colombia procedente de Venezuela hace ocho años. Su lugar de ingreso fue La Guajira, allí permaneció tres meses viviendo como la mayoría de sus compatriotas, del rebusque, del día a día, y en la medida en que la crisis apretaba en su país, menos oportunidades tenían sus cinco hijos mayores de salir adelante, así que su única opción era traérselos y probar suerte.
Nada era fácil, no había empleo y lo poco que ganaba lo invertía en comida, casi que no le quedaba para el arriendo, pero aun así, todo se mostraba como si acá tenían más oportunidades de subsistir.
La hija mayor de Rodríguez tiene 18 años y su hijo menor 2, llegaron a Santa Marta buscando un mejor futuro y aunque al principio todo resultó difícil, las cosas dieron un giro paulatino. A su salida de Maicao, la capital del Magdalena se mostró como la luz al final del túnel.
“Allá en mi país la situación se puso muy difícil, estábamos pasando dificultades, entonces me tocó venir hacia acá a buscarle algo a mis hijos porque no podía sostenerlos en Venezuela, con mi pareja anterior me había dejado, eso me llevó a que viniera a ver qué hacía por la vida de mi familia. Dejé a mis hijos con mi mamá, y luego no me hallaba sin ellos, los fui a buscar nos ubicamos en Maicao, pero pasamos cosas horribles, muchas dificultades, por eso opté por Santa Marta y ya llevo más de 7 años viviendo aquí”, explica Cristina.
Esta mujer migrante cuenta que sostener a sus hijos era muy complicado y sabía que si no hacía algo los estaba condenando a no tener futuro. Su labor de recicladora no le ayudaba y aunque muy poco se llevaba a sus hijos a las calles, en ocasiones le tocaba. Y en las largas jornadas escuchaba a otros recicladores decir que el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) se estaba llevando a los niños que salían en horarios nocturnos, como una especie de ‘ropavejero’, al mejor estilo de la icónica historia de Chespirito.
LA INTERVENCIÓN DEL ICBF
“Yo estaba embarazada de mi niña menor, ellos se acercaron a mí porque yo andaba reciclando y vendiendo dulce. Un día me encontraba por los lados de una supertienda, cuando fueron muchas mujeres del ICBF a hablarnos era obvio que tuviéramos temor por todo lo que decían, y yo no quería que me alejaran de mis hijos, no era justo haberme venido de tan lejos para que luego me los fueran a quitar aquí.
Yo no sacaba mucho a mis niños, pero como no teníamos un lugar fijo, porque no pagábamos el arriendo Y los dueños de las casas nos decían que nos fuéramos porque no podíamos estar allí”, explica Cistina.
Y agregó, “el ICBF me encontró en la pandemia, hubo muchas dificultades que nos agarraron aquí a muchos venezolanos, no teníamos a veces para comer. Ese día se dirigieron hacia mí, fueron muy educados, me explicaron, me orientaron que por qué los niños no deberían estar en la calle. Después de ese operativo me brindaron todo el apoyo, le doy gracias a ellos porque mis hijos pudieron estudiar, por ejemplo, ya un hijo se graduó y mi hija está pronto a hacerlo.
Me han dado la mano en lo que ellos han podido, y estaré muy agradecida con ellos, porque siempre están ahí. Les perdí el temor, confieso que siempre les huía por eso les digo a otros venezolanos que dejen el miedo, que se dirijan a ellos, que ellos nos ayudan, no es que nos quiten a los niños, sino que nos orientan para que no estén más en las calles que son muy peligrosas”, contó esta mujer cabeza de hogar beneficiada con las intervenciones dirigidas por el ICBF.
EL RETO DE ESTUDIAR
Rodríguez cuenta que sus ocho hijos tienen horarios diferentes, unos van a la escuela de 6:30 de la mañana hasta las 12:00 del mediodía, otros estudian de 1:00 a 6:00 de la tarde, y sólo dos están en la nocturna, de 6:00 de la tarde a 9:30 de la noche.
Dice que sus muchachos cuando no está estudiando, están en la casa. Ella en el día los acompaña pero en la noche, cuando sale a trabajar con su actual pareja en la playa vendiendo cerveza y alquilando silla, su hija mayor los cuida.
Y ante el interrogante de por qué su opción de tener varios hijos, ella respondió: “me gusta tener una familia grande, no me conformaría con un solo hijo, porque teniendo uno solo cuando se crece hace su vida lejos y se queda uno sola. En mi pasado estuve siempre solitaria, situaciones que me causaron muchas heridas que ya se fueron curando.
He echado para adelante sola, porque no tengo cerca a mi madre ni a mis hermanos. Desde que mi hija mayor nació he estado sola. Hoy sólo me queda alentar a mis hijos para sueñen con ser alguien en la vida. Que estudien y sean mejor que yo”, dice Claudia con nostalgia, pero a la vez con convicción.
La historia de esta familia venezolana con el ICBF, es una de las tantas que a nivel nacional pasan desapercibidas pero que calan una huella profunda en la atención de los infantes, sin distingo de nacionalidad.
Como cifra de cierre: en el 2022 en los programas de Protección del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) eran atendidas más de 3.200 niñas, niños y adolescentes migrantes venezolanos, de los cuales cerca del 30%, equivalentes a más de 1.100, se estuvieron bajo el cuidado permanente del organismo.
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