Desde hace medio siglo, el padre anacoreta Ignacio Jarosz no salía de un recodo de las montañas de Dagua, en la senda hacia el Pacífico de Colombia, a mitad de los caminos de Cali y Buenaventura.
Era solitario, con su acento de lengua eslava, pero las comunidades rurales apreciaban su presencia, su mirada de ojos azules y ese apostolado que le llevaba a tener siempre un crucifijo entre las manos.
El arzobispo de Cali, monseñor Darío de Jesús Monsalve, hizo un homenaje a su…